miércoles, 6 de febrero de 2013

Derrota propia. Fuerza victoriosa.

A todo perdedor le llega el día en que se cansa de derrotas y se arma de valor, entonces, poco a poco empieza a vencer. Y no siempre se vence a los demás, también puede alguien vencerse a sí mismo.
Somos oponentes, incluso propios. Somos quienes decidimos cuál es nuestra capacidad y cuál es nuestro límite. Y a veces; por desconocimiento de nuestras capacidades (debido a todos los cambios que sufrimos para crecer), y por error; delimitamos nuestra capacidad estableciendo el límite donde realmente no está.
Entre otras cosas, porque el límite puede ser que ni si quiera exista, ya que lo imposible es algo no justificado. Pero por defecto, nos limitamos e intentamos justificar lo imposible como aquello que creemos que no podemos hacer. Y de creerlo a intentarlo, la diferencia es demasiado amplia. Sobretodo porque puede ser que intentándolo comprobemos que eso que creíamos, incluso de nosotros mismos, no es cierto, sino erróneo.
Con lo cual, y como producto de  mis reflexiones, he llegado a la conclusión de que a quien se deja derrotar a sí mismo, siempre le llega el día en que se arma de fuerza y se niega a que eso pueda volver a pasar.
Y por el contrario, a todo ganador le llega el día en que sin saber cómo, ha sido derrotado. Tal vez por el más pequeño de los fallos, pero lo ha sido.
Y eso también es necesario en nuestro interior, pues si nunca sabemos lo que es derrotarnos, no podremos saber lo que es volver a coger el valor y armarnos.
Así que veo necesario derrotarse así mismo, para en un momento dado, sacar la fuerza necesaria y saber que no habrá nada a lo que vayamos a enfrentarnos que posea un límite inalcanzable. Porque en esta vida no hay límite, todo listo falla, y todo tonto aprende.
Conocer cuál es el sabor de la victoria y de la derrota es una norma mínima común que nos establece el destino como base de existencia.

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